La sangre en el asfalto de Cañada Blanca no es una excepción, sino la confirmación brutal de que la seguridad en este país es una vulgar acta de defuncion. Mientras los altos estrategas glorifican la derrota, la realidad se encarga de escribir epitafios para niños y madres inocentes.
El miércoles por la noche, las balas decidieron la suerte de Francisca Anahí y Antony Amadeo, dejando claro que aquí la pelota está en la cancha de los criminales, y el Estado apenas atina a ser público espectador.
El ritual de la muerte en familia
Nada de esto es nuevo, ni siquiera sorprende, pero ahí están las veladoras y la cruz de cal, testigos mudos de la carnicería cotidiana. Segundo menor asesinado en menos de una semana. ¿Quién cuenta los días entre balaceras? El sábado fue Romina, de cinco años, atrapada por el fuego cruzado que ni distingue culpables ni inocentes, porque en este juego de la vida y la muerte los códigos se escriben con balas.
Narra la escena: la rutina del terror
Pantalón y sudadera negra, capucha, letras blancas: el pistolero ni se molesta en ocultar lo evidente. Llega a pie, espera paciente, dispara sin mirar atrás. Que iba “por el padre”, dicen, pero el resultado es otra fosa en el corazón de una comunidad anestesiada por el horror. ¿La policía? Llegó para contar casquillos. ¿El Ejército? Para sumar presencia en la estadística. De estrategia, ni sus luces.
Las estrategias, los cómplices y el hartazgo
¿A quién le sorprenden los cómplices y los vehículos de escape, los videos de cámaras que captan todo menos a los verdaderos responsables? Nada aislado, nada fuera de libreto: el crimen organizado se pasea con impunidad mientras autoridades se justifican entre comunicados y rondines. Las calles de Guadalupe se han vuelto campo de tiro, y la gente sólo aspira a sobrevivir otro día sin caer en los porcentajes de la tragedia.
Las velas y el silencio
La cruz y las velas no alcanzan para iluminar la noche negra de una ciudad donde ser niño es jugar a esquivar balas y ser madre es rezar por no ser parte de la nota roja. Por más que nos insistan en que son hechos “aislados”, cada funeral de inocente es otra mueca de burla al fracaso rotundo de una seguridad pensada para estadísticas, no para personas.