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"AQUEL EJECUTADO por la MARINA": "SOY la MAMA de la HIJA de ARTURO BELTRAN LEYVA el BARBAS y ME QUIEREN MATAR"

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"AQUEL EJECUTADO por la MARINA": "SOY la MAMA de la HIJA de ARTURO BELTRAN LEYVA el BARBAS y ME QUIEREN MATAR"

EL PAÍS adelanta un fragmento de Las señoras del narco: amar en el infierno (editorial Grijalbo), la novela más reciente de Anabel Hernández. En el nuevo libro, la escritora mexicana relata la historia Celeste, quien fue pareja sentimental de Arturo Beltrán Leyva durante una década. Ella se convierte en la guía de un viaje en el infierno donde vivió y conoció a los jefes de la droga más temidos de los últimos tiempos. La obra estará el 18 de septiembre disponible en México.

Uno. La huida

Aquel 16 de enero de 2021 aún no despuntaba el alba sobre el árido pai­saje tapizado por una carpeta de asfalto que se extendía por kilómetros cuando en la línea invisible que marca la frontera entre Tijuana y San Diego ya se encontraban aglutinadas como hormigas cientos de personas que esperaban para atravesar a pie o en coche por la garita de San Ysidro, el cruce fronterizo más transitado del mundo.

Eran los tiempos del covid­-19 y, aunque el gobierno de Estados Unidos había impuesto restricciones para viajes no esenciales como me­dida para contener la proliferación de la mortal pandemia, miles aguar­daban hasta tres horas su turno.

La tarea de los funcionarios de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) era más fastidiosa de lo habitual, pues debido a la pandemia debían hacer una revisión más minuciosa de los documentos y razones que justificaran el paso a California. Con todo y la peligrosa enfermedad 24 millones de personas se habían movilizado por ese punto fronterizo durante 2020, la peor época de la pandemia.

En la fila, peatones y automovilistas en una buena proporción eran rostros de fantasmas sin sonrisa, cubiertos por mascarillas multicolores. Otros, más inconscientes, iban sin ellas; les daba igual que México hu­biera ascendido ese mes al tercer país del mundo con mayor índice de mortandad a causa de la pandemia.

Ciudadanos estadounidenses, residentes legales, amas de casa con carritos de compras aferradas a no modificar sus hábitos, estudiantes, per­sonas que iban a citas médicas y trabajadores miraban ansiosos el reloj o tenían la vista pegada al celular. Camioneros desesperados accedían a las revisiones rutinarias y fastidiosas de la Patrulla Fronteriza —habituada a que los carteles mexicanos inventaran constantemente nuevas técnicas para cruzar la droga ilegal a Estados Unidos, y a que los traficantes de personas, los mal afamados “polleros”, masacraran a los migrantes as­fixiándolos en las cajas de carga porque ni el covid­-19 pudo frenar sus criminales negocios.

El ajetreo era total. Ruido de motores. Olor de monóxido de carbo­no. Chillidos de niños y de sus madres regañándolos. Carteles de alerta sanitaria por doquier. Gente con o sin cubrebocas conversando. Esposos o amantes besándose o discutiendo. Traficantes de droga o de personas sudorosos esperando no ser descubiertos.

La luz naranja del sol saliente iba abriendo paso al cielo azul cuando la sección del pronóstico del tiempo de The Washington Post ya había lan­zado el primer mal presagio del día: “El sur de California enfrenta rara amenaza de incendios forestales en enero debido al clima cálido, seco y ventoso”.

No bastaban las desgracias provocadas por el aún misterioso virus; la sequía y el viento que azotaban California seguían ocasionando incen­dios por doquier. Ahí los tiempos eran más que apocalípticos. Mientras los médicos luchaban en los hospitales para salvar vidas e intentar con­trolar la aún prolífera pandemia, el cuerpo de bomberos combatía las llamas que se extendían desde Riverside hasta Santa Bárbara. Ese mes la temporada de incendios forestales en California había sido excepcional­mente grave.

Del lado mexicano, el semanario Zeta —el principal medio de co­municación de Tijuana— anunciaba nuevas malas noticias en la que era considerada la ciudad más violenta del mundo: “Hallan cadáver envuel­to en una lona en la carretera Tecate­-Tijuana; suman 87 homicidios en enero”.

Pero ni con esas noticias había modo para predecir la tormenta que estaba a punto de desencadenarse con repercusiones en ambos lados de la frontera.

A las 13:00 horas tocó el turno en la garita vehicular a una mujer de 43 años, 1.68 m de estatura, complexión media, tez apiñonada y cabello largo teñido de rubio. Iba a bordo de un vehículo con placas mexicanas acompañada de sus dos hijas menores de edad: Teresa y Caridad. Su único hijo varón, Eduardo, mayor de edad y con familia, había decidido quedarse en México.

El agente migratorio enmascarado, como es rutinario, le pidió sus documentos. La mujer, cuyos ojos grandes parecían más dramáticos sin el resto del rostro a la vista, estaba tan nerviosa como quien sabe que trae pegado al cuerpo una bomba a punto de estallar.

—Necesito asilo político —dijo cuando bajo su mascarilla y entre­gó su pasaporte y los de sus hijas. Aún a su edad era de ese tipo de mujeres en cuyo rostro permanecen rasgos de niñez, babyface, podría bien aber pensado el agente migratorio.

Con cara de molestia, el agente de la CBP, acostumbrado a este tipo de peticiones, la miró con severidad. Le indicó que sacara su auto de la fila y le señaló despectivamente dónde debía esperar para una segunda revisión.

Al llegar al punto, la mujer y sus hijas descendieron del auto. De inmediato agentes esposaron a la señora con las manos detrás de la espal­da como un delincuente. Franccesca, una simpática perrita yorkie terrier que era parte de la familia, quedó traumatizada cuando los oficiales la alejaron de su propietaria y la metieron a una jaula.

Así, esposada y con sus hijas, llevaron a la mujer a una oficina para revisar sus documentos. Pudieron rastrear que ella ya había vivido ilegal­mente en una ciudad de Colorado durante casi un año, una falta grave.

—Soy Celeste V. Soy la mamá de la hija del narcotraficante Arturo Beltrán Leyva, y me quieren matar —dijo la mujer a los agentes migra­torios que quedaron estupefactos al escucharla. ¿Por qué demonios entre los millones de vehículos que cruzan al año por la garita de San Ysidro justo a ellos les tocaba esto?, habría pensado cualquiera en su lugar—. Solicito asilo político. Traigo evidencias que me dio el mismísimo Arturo Beltrán para ustedes y tienen contenido muy importante para su gobierno —se apresuró a hablar Celeste.

Los de la seguridad fronteriza, como miembros del Departamento de Se­guridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés) no podían ignorar quién era Arturo Beltrán Leyva, uno de los narcotraficantes mexicanos más poderosos y sanguinarios de la era moderna.

Arturo, mejor conocido como el Barbas, el Botas Blancas o Jefe de jefes, primo de Joaquín Guzmán Loera, el Chapo, fue socio de él y de Is­mael el Mayo Zambada, en el Cártel de Sinaloa. Los tres, junto con el Cártel de Juárez, el Cártel del Milenio, Ignacio Nacho Coronel y Juan José Esparragoza Moreno, el Azul, crearon en 2001 la Federación, un conglomerado de cárteles mexicanos que se convirtió en la organi­zación de tráfico de drogas más importante de todos los tiempos al inundar de cocaína, heroína y metanfetaminas el mercado de Estados Unidos y Europa.

Arturo conformó su propio grupo y se convirtió en líder del Cartel de los Beltrán Leyva. Las sanguinarias guerras entre él y sus enemigos generaron decenas de miles de muertos y desaparecidos en México. La violencia en ocasiones logró traspasar la frontera e infundir temor en al­gunos condados de la unión americana.

Arturo Beltrán Leyva en fotografías de archivo.

El Barbas había sido ejecutado por la Secretaría de Marina el 16 de diciembre de 2009 en un operativo en Cuernavaca, Morelos, dirigido por el propio Gobierno de Estados Unidos. Celeste era una de las últimas de su círculo más cercano que quedaba viva o en libertad. Durante más de una década había estado en el epicentro de la Federación, del lado de la facción de los Beltrán Leyva. Había sido asistente, amiga, amante y confidente de Arturo. Procrearon una hija.

Celeste no era su esposa, pero había convivido más con el capo que la propia Marcela Gómez Burgueño, con quien Arturo estaba casado. Será porque, a diferencia de Marcela, Celeste no lo celaba, lo cual había crea­do durante los años de convivencia una confianza absoluta que la había convertido en la custodia de los secretos más íntimos de Arturo, inclu­yendo la larga lista de mujeres, amigos y cómplices que le habían hecho compañía en aquellas largas horas de ocio, cuando no estaba traficando drogas ni asesinando.

Celeste era una mujer en llamas que había combatido contra la muer­te desde el día en que fue procreada. No tenía ya nada más que perder y estaba dispuesta a todo para salvar lo único valioso que le quedaba en la vida: sus hijos.

La rigidez de los de la CBP y su experiencia les hizo pensar que la mujer de aspecto ordinario estaba blofeando. Le dijeron que ella se iría detenida con sus hijas mientras se hacían los documentos de deportación y que a Fraccesca la enviarían a una perrera para darla en adopción.

Celeste estaba curtida, había sobrevivido a al menos cuatro intentos de homicidio y tres secuestros. Nadie que la conociera hubiera imaginado que la idea de que pudiera perder a Franccesca sería la gota que derramara el vaso.

Estalló en crisis emocional. Cayó sobre sus rodillas y comenzó a llorar inconsolable. Colapsó. No aguantaba más. Después pensaría que había sido ridículo. Pero en ese momento se sentía destrozada. Comen­zó a pensar que hubiera sido mejor para ella que aquella lunática noche en Acapulco él hubiera jalado el gatillo cuando, adormilado, le puso la pistola en la cabeza. Pero no lo hizo, y ahora ella debía tratar de pegar los trozos que quedaban de sí misma y cumplir el último deseo del hombre que había amado, pero sobre todo el único que había sido leal con ella.

Horas después, Celeste, Teresa y Caridad se encontraban encerradas en el centro de detención para migrantes indocumentados donde iban a quedarse como el resto de las personas ilegales para después ser deporta­das. Desde 2020, so pretexto del covid­-19, Donald Trump emitió una política migratoria conocida como Título 42, a través de la cual se orde­nó expulsar inmediatamente a México y Canadá a los migrantes no auto­rizados y que solicitaran asilo en la frontera. Las encerraron en una celda individual. Ellas no iban a correr con mejor suerte. Todo parecía perdido. Celeste lo sabía, si regresaba a México ya estaba firmada su sentencia de muerte.

Les dieron de comer y sábanas limpias para dormir. Para ella fue una noche interminable, pero al día siguiente un guardia la sacó de la celda. —Señora, venga. Dígame algo de la información que tiene. ¿Está dispuesta a colaborar? —Sí, lo que quieran. Lo que yo quiero es justicia, o sea, que se mueva esto. El oficial la miró de nuevo con dudas. No tenía el aspecto de la típi­ca buchona, de esas que salen en las series de televisión, pero se dejó llevar por su intuición y llamó a dos agentes de la Agencia Antidrogas (DEA, por sus siglas en inglés); una mujer de acento colombiano y un hombre de origen mexicano. 

Ahora la papa caliente quedaba en sus manos.

Cuando la vieron seguramente pensaron lo mismo que sus colegas de la CBP. El aspecto común, insospechado de Celeste la había convertido en un caballo de Troya perfecto para Arturo Beltrán Leyva. Ella pudo penetrar mundos que él ni con un ejército armado hubiera podido, y en ese mundo pudo acceder a personas que a él no le era posible. A la inversa del refrán “si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña”, Celeste movió la “montaña” y la llevó hasta Arturo.

Se sintió incómoda con la mirada que le lanzaron los de la DEA. Lo sabía, no estaba en su mejor momento, como cuando se encontró por primera vez con Arturo en Acapulco a inicios de los años noventa. En ese entonces ella no pasaba de los 20 años, y políticos, empresarios y narcos la correteaban por igual.

—Soy guerrerense, no soy de Sinaloa —dijo rompiendo el silencio, queriendo con ello explicar por qué no tenía ni el rostro ni el cuerpo de Emma Coronel Aispuro, la ya famosa mujer del Chapo.

—¿Qué evidencias traes? —espetó la agente de la DEA.

—Manden a buscar mis cosas, ahí tengo todo —respondió Celeste comenzando a jugar el juego en el que se había hecho una experta desde niña y que le había permitido seguir viva: el estira y afloja.

Era verdad que el tesoro que llevaba por precaución lo había dejado entre las cosas que se había traído de Acapulco en el último viaje realizado. Llevaba ya varios años viviendo en la frontera de forma anónima, esca­pando de quienes la querían muerta.

 

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