La militarización de la seguridad pública en México es un hecho consolidado. Necedad sería negarlo o dosificar su intensidad bajo el disfraz de etapa de transición.
Esa etapa se quedó en intención, en proyecto incompleto mal planeado, mal consensado, sin análisis a fondo, cerrado al debate serio, convertido en moneda de cambio con una sola cara. Hoy, las afectaciones a la vida civil e incluso a la vida militar son más que evidentes, escandalosas.
La épica indolencia del gobierno federal para redefinir las misiones de las fuerzas armadas en materia de seguridad interior y para dotar su actuación con un marco jurídico que delimite con precisión su despliegue, su dinámica y atribuciones generales, específicas y finales, es uno de los factores –no el único ni el último– que le han reventado en las manos al aparato de Estado.
Pero lo cierto es que no basta sólo con redefinir y precisar, con legislar y proteger. Se necesita, a contracorriente del enojo de las cúpulas militar y naval, crear contrapesos firmes, reales, completos e incuestionables para supervisar y corregir la actuación de las fuerzas armadas, de las fuerzas federales en conjunto.
Por ejemplo, la Sedena y la Marina cuentan con sendas instancias para la promoción y el respeto de los derechos humanos dentro y fuera de la institución. Pese a ello, ambas secretarías siguen siendo acusadas por cometer excesos, por abusar de civiles, por detenerlos, interrogarlos, torturarlos, asesinarlos y desaparecerlos.
Por ejemplo, Sedena ha incurrido en varias, muchas irregularidades en la compra de material bélico y equipo para actividades sustantivas de sus tropas y aerotropas.
Son cuantiosos los reportes de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) que desde hace años han documentado irregularidades, omisiones, formas distintas de hacer compras de armamento, de definir las licitaciones, de aprobar proyectos, de concretar compras estratégicas que al final se dan con números que no coinciden, con cifras diferenciadas que nadie atina a explicar.
Por ejemplo, la polémica compra del avión presidencial y del jet que transporta al DN-1; por ejemplo, la compra de 250 vehículos Sandcat a la empresa Oshkosh y su colocación en la frontera con Texas a un precio superior al pactado pero sin el equipamiento que se había convenido en la licitación.