Carlos Loret arma la nota con el filo de una navaja y no se anda con rodeos: a Carlos Manzo no lo mató el narco, lo mató el gobierno, porque lo abandonó a la suerte , y en este país, cuando el gobierno te deja solo, lo más probable no es que sobrevivas, sino que te vuelvas una estadística, otro nombre borrado por la violencia institucionalizada y una burocracia que colecciona cadáveres como si fueran medallas.
Manzo pidió refuerzos, advirtió inminencia, insistió hasta la necedad: “me van a matar, ayúdenme”. El gobierno, ausente, eligió el papel del espectador—y ni siquiera se molestó en aplaudir al final.
Lo ejecutaron despues de abrazar a su hijo, en pleno día de muertos,mientra el narco cobra piso, extorsiona y el Estado hace lo que mejor sabe hacer… nada. ¿Para qué intervenir si el pacto ya lo habian sellado desde arriba, si la operación consistia en mirar a otro lado mientras Morena ganaba elecciones, pero mientras la Presidenta se sentaba en la silla a gobernar, los alcaldes se volvian desechables.
Las explicaciones oficiales rozan la fantasía: “tenía 14 guardias nacionales”, dice el gabinete, como si la sola presencia de uniformados fuera talismán contra el plomo. Pero ni con toda la estructura militarizada del país logran salvar al alcalde que, semanas antes, suplicaba atención. Si 14 elementos (en el México más militarizado de la historia) no evitan un asesinato anunciado, ¿qué puede esperar el ciudadano común? La presidenta responde achacando la culpa a Calderón y su guerra, como si el reloj político aún marcara 2006, mientras el actual régimen colecciona cadáveres frescos sin la menor autocrítica.
El lamento oficial es de una ruindad irritante. Claudia Sheinbaum aparece con la estatura política de un gnomo, incapaz de asumir el desastre: se victimiza, culpa a medios, ciudadanos, tuiteros, periodistas, opositores, hasta de la gente en la calle gritando “fuera Morena, Claudia asesina”.
Ahora indignarse equivale a ser ultraderecha y parte de la oligarquía; el único grito legítimo sería “es un honor estar con Obrador”, pero la ciudadanía se cansa de la mezquindad, la nula empatía y la polarización como única estrategia de gobierno.
Por si faltaba cinismo, la presidenta responde con gráficos amañados porque “en su mundo” los homicidios bajan mientras afuera las balas siguen trazando la historia real. La encuesta lo deja claro: caída de popularidad, reprobada en seguridad, reprobada en combate a la corrupción; la gente tiene más miedo y el país se destiñe entre gobernabilidad fallida y justificaciones vacías. El régimen, obnubilado por mantenerse en el poder, celebra que el candidato incómodo ya no estorba en la boleta, aunque la gente siga muriendo y suplicando justicia a un gobierno que responde con silencio ensordecedor.
En síntesis: a Carlos Manzo no lo mató el narco. Lo mató la indiferencia institucional, la complicidad oficial y la soberbia de un gobierno que prefiere las condolencias protocolarias a la justicia. El Estado eligió mirar a otro lado, y nadie está a salvo en un país donde el pacto de impunidad pesa más que la vida de quienes lo denuncian.