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Cualquier relación sexual estaba estrictamente prohibida entre integrantes del CJNG “Aquí todos somos una familia. Aquí la familia se respeta”

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Cualquier relación sexual estaba estrictamente prohibida entre integrantes del CJNG “Aquí todos somos una familia. Aquí la familia se respeta”

éctar, una joven mujer ingresó voluntariamente al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) por dinero. Hoy, fuera del grupo criminal, relata por primera vez en el podcast Zona de Guerra los métodos de reclutamiento, entrenamiento y castigo dentro del infame rancho Izaguirre, en Jalisco, donde operó como mujer sicaria. Su testimonio expone una maquinaria de violencia, control y adoctrinamiento a la que pocas personas sobreviven.

La exsicaria, quien pide ser identificada solo como Néctar, fue contactada a través de TikTok, donde encontró un anuncio que ofrecía empleo en “las cuatro letras” con promesas de sueldos semanales de 5,000 pesos, todo pagado, y supuestos beneficios superiores a los de cualquier trabajo formal.

“Fue por medio del TikTok… que para las cuatro letras Guadalajara, que todo pagado, que vas a ganar tanto”, recordó durante la entrevista. El primer contacto fue digital: envió documentos, un video de lealtad para un supuesto líder y recibió un boleto de autobús con instrucciones de portar solo ropa negra.

El viaje a Guadalajara marcó una primera selección. Algunos reclutas huyeron al descubrir el verdadero trasfondo del anuncio; otros fueron interceptados y castigados. Al llegar al rancho Izaguirre, ubicado en una zona rural del estado, los controles eran estrictos: retención de teléfonos, interrogatorios, revisiones corporales y separación por género. Las mujeres eran examinadas por otras mujeres, pero eso no eliminaba la humillación.

A las recién llegadas, especialmente si lucían masculinas, se les exigían pruebas adicionales de identidad. El ambiente era de vigilancia extrema. “Aquí no les importa si eres mujer u hombre”, señaló Néctar.

Entrenamiento con violencia

La rutina en el rancho Izaguirre mezclaba ejercicios militares, manejo de armas, castigos físicos y tareas domésticas. Las sesiones eran extenuantes y cualquier error se pagaba en grupo: posiciones forzadas, lagartijas, privación de alimento o baño, entre otras formas de castigo.

Las mujeres enfrentaban una presión adicional. Debían demostrar fortaleza física, obediencia ciega y tolerancia ante el acoso de compañeros varones. Aunque estaban segregadas para evitar escándalos por abuso sexual, el trato diferenciado era mínimo. Los castigos por desobediencia eran ejemplares: palizas, golpizas grupales y tortura psicológica.

Uno de los aspectos más crudos del testimonio de Néctar gira en torno a la violencia cotidiana. Relató que los recién llegados eran sometidos a rituales de ingreso como la “doble 08”, en la que cruzaban una fila de hombres que los golpeaban, y terminaban con un impacto en la cabeza por parte del comandante. Quien lloraba era considerado “inútil”.

También participó, junto con otras mujeres, en la limpieza tras ejecuciones, el descuartizamiento de cuerpos y el desecho de restos humanos. El rancho tenía un espacio llamado “la carnicería”, reservado exclusivamente para estas actividades. “Era parte del entrenamiento”, dijo.

Según relató, en al menos dos ocasiones integrantes del grupo fueron obligados a consumir carne humana como parte de dinámicas de obediencia y humillación.

El aislamiento dentro del rancho era total. Durante semanas o meses los internos no podían ver el exterior ni comunicarse con familiares. La familia de Néctar incluso la reportó como desaparecida. En ese ambiente cerrado, el consumo de drogas como cristal o cocaína era frecuente, y en ocasiones obligatorio. Ella misma fue forzada a probar una dosis, lo que le causó insomnio y pérdida del apetito por varios días.

Dentro de la organización existía una economía interna controlada. Productos simples como galletas, cigarrillos o cortes de cabello se vendían a precios exorbitantes. Néctar, por ejemplo, se dedicaba a cortar el cabello de otros internos, obteniendo propinas de los mandos que usualmente solo llevaban billetes de 500 pesos.

El salario prometido —5,000 pesos semanales— se entregaba en efectivo, pero cualquier falta o desobediencia era descontada de inmediato. Algunos intentaban esconder sus ahorros en los uniformes o pegados al cuerpo para evitar que les fueran confiscados durante revisiones.

Néctar denunció también que cuando los comandantes no estaban presentes, algunos compañeros hombres acosaban a las mujeres. Al reportar estos hechos, los agresores eran castigados. Sin embargo, el ambiente seguía siendo hostil. Cualquier relación sentimental o sexual estaba estrictamente prohibida: “Aquí todos somos una familia. Aquí la familia se respeta”, era la regla. Quienes la rompían eran ejecutados.

La fuga y las secuelas

Tras varios meses de entrenamiento y confinamiento, Néctar logró escapar. Aprovechó unas vacaciones —las pocas que otorgaban— para huir, cambiar su número de teléfono y desaparecer sin dejar rastro. Dejó sus pertenencias atrás para evitar levantar sospechas.

Aunque hoy está fuera del CJNG, las secuelas persisten. Sufre insomnio, sobresaltos, ansiedad, pesadillas con armas y recuerdos de violencia. Vive en aislamiento, sin revelar su identidad y sin salir sola a la calle. Su familia, que alguna vez la dio por muerta, aún desconoce gran parte de lo que vivió.

“Me levanto con susto, como que brincando y agarrando como si estuviera agarrando un arma”, confesó.

Antes de cerrar su relato, Néctar lanza una advertencia: “Aunque tengas esa desesperación de tener dinero rápido, que no lo hagan, que no busquen soluciones fáciles”.

Insiste en que el dinero fácil dentro del crimen organizado no vale la pérdida de la dignidad, la paz familiar ni la salud mental. “El dinero más difícil de ganar, porque no cuesta sudor. Cuesta sangre. Y en ocasiones, hasta termina siendo la tuya”, concluyó.

 

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