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“Le digo que dispararon de tan cerca, que sus cabezas estaban como abiertas en flor” “Estaba todo tiroteado y se reía, no paraba de reír. Parecía el diablo”

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“Le digo que dispararon de tan cerca, que sus cabezas estaban como abiertas en flor” “Estaba todo tiroteado y se reía, no paraba de reír. Parecía el diablo”

Con menos escaparate que el tiroteo de Zapopan, la familia Flores fue testigo de otra escena de guerra que ha quedado marcada para siempre en las fachadas humildes de sus casas, ahora agujereadas por balazos de alto calibre, en Tlaquepaque. Una semana antes del tiroteo en el restaurante, una camioneta cargada de rifles, granadas y fajos de billetes serpenteaba a gran velocidad el laberinto de calles sin planificar de la colonia Lázaro Cárdenas. Dentro, cuatro hombres dispuestos a morir matando a militares. En sus talones, todos los efectivos posibles de la Guardia Nacional tratando de alcanzarlos.

Justo ahí, tres de los cuatro integrantes fueron acribillados a balazos de un calibre que dejó irreconocibles sus cuerpos. “Le digo que dispararon de tan cerca, que sus cabezas estaban como abiertas en flor”, cuenta Sagrario Pérez, de 32 años, nuera de Flores, que muestra horrorizada unas fotografías desde su celular. Desde debajo de las camas, tras las puertas cerradas de sus cuartos y con el miedo atravesando su cuerpo, la familia escuchó cómo fue abatido el último de esos hombres.

“Estaba todo tiroteado y se reía, no paraba de reír. Parecía el diablo”, añade Pérez. “¡Me pelan la verga!”, apunta Flores que gritaba ese hombre a los agentes. “No dejaba de disparar, yo creo que tenía en cada mano un fusil. Mientras los soldados cargaban, él no paraba. Como loco”, relata otra vecina, Jessica Guadalupe Rivera, de 26 años. Esa noche del 3 de febrero acabó también acribillado. Y los vecinos tuvieron que barrer los restos de sesos y algunos huesos de las puertas de sus casas.

A Flores le subió el azúcar a 500 y no ve por el ojo izquierdo desde entonces. Sueñan con aquella risa maníaca. Los niños juegan con una escoba a disparar a sus vecinos: “¡Alto! ¡Guardia Nacional!”. Y nadie del Gobierno se ha acercado a esta colonia pobre de la zona metropolitana a atender los destrozos de un enfrentamiento brutal entre el narco y las autoridades. Tampoco la Fiscalía ni el Gobierno federal ha proporcionado información alguna sobre aquel operativo. En este rincón de Guadalajara sus vecinos conviven con una crisis que supera la pandemia, no se observa un solo cubrebocas.

Desde el coche de José Luis Escamilla, reportero de nota policiaca para Notisistema, se escucha la frecuencia de radio de la Policía estatal. Escamilla ha aprendido, como todos los periodistas de sucesos de la capital jalisciense, a descifrar los códigos policiales que alertan del rostro cruel de esta ciudad. 11.54 horas del miércoles 17 de febrero: “57-13 en Gigantes y Doctor Pérez Arce”, un hombre lesionado por arma de fuego. “Un 97”, están pidiendo una ambulancia, está grave. Un 69 es un muerto y un 39-93, es un “objeto sospechoso”. “Siempre son cuerpos embolsados o encobijados”, explica Escamilla.

El reportero cuenta que no es que haya más trabajo ahora que antes, los muertos no se dejan de amontonar desde hace al menos cuatro años, que comenzó la guerra intestina entre los cárteles locales: “Lo que sorprende es que no suceda nada”, apunta. Ahí se encuentra una de las ciudades más importantes del país, ante la impunidad casi absoluta de sus crímenes.

A las 9.46 horas del miércoles 17 de febrero la policía alertaba por radio de un bulto sospechoso. “Masculino. Atado de pies y manos, cubierto con una bolsa de plástico de la cabeza a la cintura”. Ahí estaba, en la carretera a Saltillo, a unos minutos del club de golf. Si los criminales hubieran querido al menos ocultar el cadáver solo tenían que haberlo empujado unos metros hacia un barranco rocoso rumbo a la sierra.

Pero el cuerpo de las manos grises y enormes yacía visible en la cuneta. Solo un día antes y en esa misma curva, fueron encontrados ahí otros dos cuerpos: un hombre torturado y embolsado, y otro que agonizaba con un balazo en el cráneo. Ni siquiera los asesinos tuvieron que pensar en otra ubicación. Cualquier rincón de la zona metropolitana de Guadalajara es segura para ellos.

 

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