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Aquí viene a pedir perdón por asesinar mujeres y decapitar inocentes , esta iglesia la construyo el señor Z-3

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Aquí viene a pedir perdón por asesinar mujeres y decapitar inocentes , esta iglesia la construyo el señor Z-3

Los hombres que vienen a rezar aquí es porque, dicen, traen la cabeza caliente. Los que conocen esa sensación la describen como llamaradas del infierno que se levantan por la noche y queman el cuerpo, un efecto que no deja dormir y para eliminarlo hay que postrarse por horas ante el crucifijo de esta iglesia y pedir perdón.

Aquí, en la iglesia de San Juan de los Lagos en Tezontle, Pachuca –la tierra que vio crecer a Heriberto Lazcano Lazcano (1974-2012), el jefe “Z-3”–, los feligreses se dividen en dos: los pecadores comunes y los que hicieron pacto con el Diablo para trabajar en los cárteles de la droga. Los primeros, piden perdón por borracheras, infidelidades y apuestas; los segundos, por ejecutar inocentes, decapitar mujeres, secuestrar niños.

Los primeros son vecinos de la comunidad; los segundos vienen de todas partes del país perseguidos por sus propios fantasmas a solicitar un indulto en esta iglesia diseñada específicamente por uno de los suyos: frente al halcón disfrazado de vendedor de pechugas de pollo, estacionan sus trocas, deponen por un momento sus cuernos de chivo, piden a su escolta esperarlos con el motor encendido y se meten con el radiocomunicador que los conecta con sus sicarios para orar por su alma.

A veces se quedan unos minutos, a veces horas. Todo depende de qué tan chamuscada tengan el alma, dicen. Ofrendan dinero, joyas, pagar la misa de algún santo o la operación de alguna vecina en apuros con tal de ahuyentar los recuerdos y volver a conciliar el sueño. Luego, los capos salen a la calle pedregosa para seguir jalando con el narco.

Los pecadores comunes de esta iglesia terminan de orar y salen tranquilamente; los que hicieron pacto aún tienen la costumbre de que, al abandonar el recinto, tocan con las yemas de sus dedos, a manera de agradecimiento, un espacio que antes albergaba una placa metálica:

“Esta iglesia fue construida gracias a los donativos de la familia Lazcano Lazcano”.

Iglesia construida por Heriberto Lazcano El Lazca Los Zetas Tezontle Hidalgo

En el peligroso Tezontle, Pachuca, no es secreto que esa iglesia de vistosa fachada naranja se construyó con el dinero obtenido por el trasiego de droga, secuestros de migrantes, extorsiones a comerciantes y ejecuciones de capos rivales, especialmente de miembros del Cártel del Golfo y del Cártel de Sinaloa.

Todos saben que esa iglesia la pagó en 2009 el “Z-3”, un hombre profundamente religioso, que pese a su juventud, como líder de los Zetas usaba frases de los viejos del pueblo: “primeramente Dios”, “si Dios quiere”, “que la Virgen lo cuide”. Y como lo saben, la cuidan con especial agrado, como si fuera una extensión de los brazos de Heriberto.

Los vecinos recuerdan que durante años su lugar de encuentro de oración fue una capilla vieja y oscura, por lo que algunas personas se le acercaron al capo y le solicitaron que hiciera una donación al pueblo. Francisco Castro, un ex habitante de Tezontle, asegura que la idea era que el cártel se hiciera cargo de la pintura y unos focos, pero en febrero de aquel año la vieja parroquia del pueblo amaneció con decenas de albañiles que empezaron a trabajar en una remodelación mayor. Trabajaron día y noche, incluidas jornadas feriadas, para que estuviera lista. Después de cuatro meses de trabajo intenso, se inauguró con una discreta fiesta que la organización criminal pagó. Todos festejaron la moderna construcción con tamales, atole y café.

Es fácil reconocerla a la mitad de este poblado: tiene una cruz metálica de unos 8 metros de alto con bordes redondos, pilares de piedra caliza color durazno que contrastan con el color vivo de sus paredes, vitrales en lo alto y un techo picudo impermeabilizado en rojo. Sus dos puertas color café están adornadas con crucifijos bañados en plata y, alrededor, una reja que cuida una pequeña alameda que funciona como patio.

“Para que celebremos ordenadamente nuestra fe, le suplicamos: apagar su celular o localizador, no introducir alimentos ni mascar chicle, no traer mascotas, asistir decorosamente vestido, no estar platicando o haciendo ruido, favor de no subir los pies a los reclinatorios de la bancas. Favor de proteger y cuidar las bancas. No las maltrates. Gracias por tu comprensión y participación”, dice en la entrada un acrílico sujeto a la pared.

Antes, estaba una placa con el agradecimiento del pueblo y del párroco –cuyo nombre nadie quiso mencionar– a la familia del “Z-3”, pero los vecinos la quitaron cuando la historia atrajo a periodistas locales. En su lugar quedó un corcho en el que se cuelgan noticias sobre los días de catequesis a los niños del pueblo.

Abre todos los domingos para misas desde las 7 de la mañana hasta las 6 de la tarde, y ocasionalmente en días feriados. Los demás días permanece cerrada bajo llave y aunque se toque en la puerta, nadie abre.

“Ahora ya casi no, pero antes llegaban los señores. Esta iglesia la construyó el señor y venía su gente en trocas desde Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León y acá venían a rezarle. Era como, ¿cómo le diré?, como si la iglesia, al ser construida con dinero de la empresa [el cártel], se especializara en la mafia y entonces llegaban los señores le decían, así tranquilo, ‘es que maté a unos plebes que ni la debían’, ‘me encargaron un jale y no eran los responsables, pero ni modo que fallar’, ‘me chingué unas personas y ya me dio remordimiento’.

”Y entonces se les absolvía ahí dentro y ya se salían contentos. Claro, había que pagar. Que para la fiesta patronal, para el carnaval, para la primera comunión de una generación del catecismo, para las flores. Y se acabó el pecado”, recuerda Francisco.

Nadie sabe con exactitud la fecha. Unos dicen que pasaron seis meses, otros que un año y unos más que fueron más de 24 meses. Lo cierto es que, de igual modo que un día aparecieron albañiles remozando la vieja iglesia, un día aparecieron otros trabajadores construyendo de la nada una parroquia nueva, contigua a la iglesia de San Juan de los Lagos.

Fue una construcción exprés, terminada en menos de dos meses, con una fachada de piedra rosada y líneas irregulares –que semejan olas en el mar– color naranja. En esta ocasión, la construcción fue menos vistosa: el nuevo recinto es un cubo de techo alto coronado por una campana que se hace sonar para llamar a misa. La misma campana que tronó cuando se supo de la muerte de Heriberto.

A diferencia de la iglesia, la capilla siempre está abierta, pero nunca hay un padre, un capellán o un acólito. Es un silencioso espacio con apenas cuatro bancas de madera al fondo y decenas de sillas de plástico blanco cerca del altar de piedra. Al fondo, como paisaje, alguien pintó un mural de Jesucristo envuelto en una sábana ascendiendo a los cielos de su padre. Clavados a la pared están un crucifijo, dos santos, una Virgen y el sagrario.

En el otro extremo del lugar, arriba de la puerta de acceso, Heriberto se aseguró de construir un tapanco para un pequeño coro de niños que animan los pensamientos de los capos.

“Si alguien supiera todo lo que se ha dicho en ese lugar, tendría información privilegiada. Sólo Dios sabe lo que los narcos dicen ahí, lo que confiesan, lo que comunican cuando están vulnerables, porque –aunque no lo creas– la mayoría cree en Dios, saben que están pecando, pero no dejan lo que hacen”, me dice una periodista local.

Recorro la capilla y un frío me invade. De ningún modo es un espacio cálido. Tal vez sea el material rocoso que la mantiene en pie o tal vez sean los secretos que aquí se guardan, pero no puedo evitar sentir un escalofrío.

Me viene a la mente la religiosidad de Los Zetas, ésos que en mayo de 2009, para castigar a un rival, lo crucificaron en Tijuana, Baja California, donde también dejaron narcomensajes sobre “justicia divina” y “los elegidos del Señor”.

Al salir, me topo con una tela roja clavada en la pared y sus letras blancas de hule: “El señor es mi pastor y nada me faltará”. Es el salmo 23 de la Biblia.

“Cristo te necesita para amar. Cristo te necesita para amar.

”No te importen las razas ni el color de piel. Ama a todos como hermanos y haz [sic] el bien. Al que sufre y al triste dale amor, dale amor. Al humilde y al pobre dale amor. Al que vive a tu lado dale amor, dale amor.  Al que viene de lejos, dale amor. Al que abla [sic] otra lengua, dale amor. Al que piensa distinto, dale amor. Al amigo de siempre, dale amor, dale amor, y al que no te saluda, dale amor, dale amor”

(Rezo escrito a mano y colgado en la capilla que construyó el “Z-3”)

Don Manuel y su perro Trueno son inseparables. A donde va uno, va el otro. Además de compartir sus últimos años de vida –83 y 14, respectivamente–, los une su trabajo: ambos son los guardianes del Panteón Ejidal San Francisco, a donde arribo luego de 20 minutos de trayecto en auto.

Hay que salir de Tezontle y enfilar hacia la zona más rica de Pachuca, donde viven diputados locales, federales, senadores y ex gobernadores. Le dicen “Zona Plateada” y dentro de ella están el Salón de la Fama del Fútbol, lujosas residencias y el cementerio local, que cuidan celosamente amo y perro.

“Hoy no es día de visita, pásele otro día”, me dice don Manuel desde el otro lado de las rejas blancas que dan acceso al panteón. “Ándele, es que vengo de lejos, nomás vengo a dejar unas flores y me salgo”, respondo. Treinta pesos después, el hombre de rostro ajado me deja pasar con la advertencia de que tengo cinco minutos para dejar mi ofrenda e irme.

Apenas doy unos pasos dentro de este pequeño camposanto y la religiosidad de la familia Lazcano Lazcano salta a mis ojos: otra gran cruz metálica con bordes redondos y unas puertas adornadas con cruces son el primer mausoleo de este lugar. Es su símbolo, me cuenta don Manuel cuando me ve examinando ese espacio.

“La familia es rebuena gente. Cuando vienen las hermanas del patrón a arreglar la hierbita, las flores, a limpiar las paredes del mausoleo, luego invitan ramilletes a las tumbas que ya nadie visita.

“Son muy religiosos, ¿sí sabe que hicieron una iglesia? Esa gente se está ganando el cielo”, dice, sonriente, mientras Trueno –de una raza inexplicable– le ronda las piernas como si en lugar de can fuera felino.

Los vitrales impiden ver hacia adentro. Sólo se le pueden ver desde fuera sus vitrales, su decoración de mármol y madera, su techo picudo y su área verde con el pasto perfectamente recortado.

Al lado, junto a la barda del panteón, leo: “Concédeme la gracia Señor de no buscar ser amado, como amar. Ser comprendido como comprender. Ser consolado como consolar, porque dando es como somos perdonados y muriendo en ti es como nacemos a la vida eterna”. Palabras de San Francisco de Asís.

Absorto en la lectura, me sorprende una mano que me toca el hombro. Es don Manuel cargando una guadaña que usa para remover hierba seca, pero que en ese cementerio luce imponente.

“Ya se acabaron tus cinco minutos, muchacho”, me dice. Asiento, agradezco y giro para salir del lugar. Antes de abandonarlo para siempre, me grita:

“¿No te vas a persignar?”.

 

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