"Subanlo a la troca ordeno el jefe, ahora si va a saber este cabron lo que es quejarse"
Unos brazos fuertes y rudos lo levantaron de la cajuela de la camioneta y violentamente lo depositaron sobre la piedra molida entre las vías del tren. Un quejido de dolor fue la respuesta a la agresión. El jefe del cártel les ordenó a sus dos pistoleros.
—¡Súbanlo a mi camioneta; ahora va a saber este cabrón lo que es quejarse y no sentir alivio!
Un enfrentamiento armado se había presentado aquella tarde-noche en la cabecera municipal de un ayuntamiento de la sierra de Chihuahua, entre gente de dos cárteles que controlaban la droga. El jefe de plaza se encontraba hospedado en un hotel de la ciudad, con una mujer desconocida; esta vez no a las tantas mujeres acostumbradas, pues en su reino sentía la seguridad de un rey.
El rechinido de las vías y una máquina que se apaga. La voz de un hombre alto y de voz de mando ordena ¡Bájenlo!… con la certeza de quien tiene espías u ojos en todas las comunidades o estaciones del tren y sabe qué sube y qué baja. Todo se movía como si un águila, sin interesar que sea de noche, buscara incansablemente su presa para saciar su hambre. Yacía ahí, escondido, el jefe del cártel, en la cajuela de la camioneta de los inspectores de las vías del tren, que horas antes había librado una batalla con su rival y ahora lo alcanzaba en su huida por las mismas vías en las inmediaciones de Chihuahua y Sinaloa.
Iba mal herido, en tales condiciones huyó a una casa de otra de sus mujeres, quien pistola en mano consiguió un médico y lo llevó con el inspector de vías, al que lo obligó para que lo sacara por la sierra a Sinaloa, porque las cosas estaban ardiendo y la plaza se la habían arrebatado. Los tiroteos continuaron varias horas en la noche. Dispersos como en retirada, tratando de salvar el pellejo, los pocos sicarios que quedaban con vida.
Piedras y pedazos de madera atravesada en las vías en un cañón rocoso le cerraron el paso a la camioneta en marcha. Una voz sonora detrás de una piedra les ordena: apaguen el carro… y salgan de la camioneta hasta el frente.
En el lugar indicado, el inspector y el médico se sitúan con las manos levantadas, como pidiendo perdón, y con una voz trémula, como quien imagina que un cañón de .45 le apunta en su espalda a la cabeza, dice: ¡Somos todos, Señor!
¡No están todos! —replican— falta un hombre y una mujer… y más vale que vayan saliendo.
La mujer con los ojos llorosos, de quien todavía no se resigna a morir, sale arrastrándose por debajo de la camioneta.
—¡Bájenlo! —ordena.
Uno de los sicarios, con arma en mano, sube y lo despoja de las cobijas en las que se encontraba envuelto, tratando de ocultarse y conteniendo la sangre.
—Ya ves, cabrón, hace algunos días, hablamos para ponernos de acuerdo en el reparto de la plaza, pero te sentías muy picudo. Mírate ahora, te traicionaron. Y antes de acabarte te voy a confesar: la mujer con la que estabas es de mis damas; ella te entregó, y ni cuenta te diste.
¡Todos, suban al carro! ¡Aquí no ha pasado nada! ¡Nadie supo nada! ¡Lárguense… y no quiero que se detengan en ningún lugar, ni para tomar agua, porque ya saben!
Tres días después, los zopilotes sobrevuelan a unos metros de las vías del tren, por el municipio de Choix. Un cuerpo torturado yace en estado de descomposición. Los medios locales de comunicación inmediatamente después informan: Encuentran cuerpo sin vida de un hombre oriundo de Chihuahua, a quien probablemente asesinaron por ajuste de cuentas, entre cárteles rivales…