Marcado por la violencia desde los 13 años, asesinó a 50 personas antes de cumplir los 16; hoy narra su historia alejado de la maldad y arrepentido de todo el mal que causo a tantas familias.
“Mi primer trabajo fue matar a mi tío. Yo tenía 13 años y no lo quería hacer, pero todos me apuntaban a mí y lo tuve que hacer; cuando lo hice me sentí mal, no dormí en dos semanas… ya después me daba adrenalina hacer eso”.
Ángel fue reclutado por los cárteles de las drogas en 2010 como muchos otros adolescentes en Ciudad Juárez, donde fue abordado en la secundaria donde estudiaba el segundo grado gracias a la beca que avalaba sus buenas calificaciones.
“Todo empezó cuando un hombre me dijo que tenía que trabajar con él porque si no iba a matar a toda mi familia, me empezó a dar nombres y a enseñar fotos que él tenía, y era mi familia”, comentó el adolescente, quien apenas cumplirá 17 años.
Cuando se integró al grupo delincuencial, nunca había usado un arma de fuego, ni imaginaba que llegaría a matar a cerca de 50 personas.
“Todo empezó un sábado cuando llegaron a la secundaria, me sacaron, me dijeron que si quería trabajar y mirando la necesidad de mi abuela y las amenazas decidí meterme a trabajar con ellos”, señaló.
Con apenas 1.60 metros de estatura y unos 58 kilos de peso, parece un joven como cualquier otro, pero su profunda mirada refleja lo difícil que fue su historia desde niño, cuando se dio cuenta de que su padre era sicario.
“Cuando yo era niño mi papá era un ejemplo para mí, pero miré cómo decapitaba a las personas, cómo cortaba las cabezas, y yo le decía que no hiciera eso; él siempre me quería lavar el coco, me decía que eso me iba a llevar a algo bueno, decía que era para proteger mi vida. Yo le decía ‘papá, esto no está bien, esto no está bien’, le decía que lo iban a matar y él me decía que eso nunca iba a pasar”, recordó.
Cuando mataron a su papá, Ángel tenía 12 o 13 años, y una semana después murió su madre de una sobredosis de drogas, por lo que él y sus hermanos quedaron a cargo de su abuela, quien les daba de comer lo que sus otros hijos le daban.
‘Matar era mi trabajo’
El primer trabajo que Ángel hizo fue pasar droga a Estados Unidos y llevarla a otros estados del país, hasta que lo obligaron a matar a su primera víctima.
“Fue algo fuerte para mí, pero ya estando ahí ellos me decían que lo tenía que hacer, si no ellos me iban a matar a mí”, aseguró, mientras entrelazaba los largos dedos de sus manos.
Nunca había usado un arma de fuego, ni le enseñaron cómo hacerlo, sólo le dijeron que tenía que tomar la decisión de matar o morir. Ese fue el momento en que descubrió que a él no lo reclutaron por casualidad, sino porque conocían el historial de su padre y se querían vengar.
Su primera víctima fue su tío, de 23 años y, aunque no quería matarlo, recibió 2 mil pesos por ello.
“Mi segundo trabajo fue decapitar a otra persona, fue una mujer, la verdad no sabía ni quién era, ellos –sus jefes– me hablaban, me decían ‘¿sabes qué?, tienes que ir a tal lugar, tenemos a tal persona ahí y tienes que ir y hacer esto y esto, ahorita ya llegas por tu dinero y se acabó el trabajo’; cuando yo hacía eso llegaba y me decían qué más hiciera”.
Para matar a la mujer le dieron una pistola 9 milímetros, lo drogaron y le dijeron qué era lo que tenía que hacer.
“Es algo fuerte para mí recordar lo que me decía la mujer esa, me decía que tuviera piedad de ella, que tenía familia, y yo en mi trabajo le decía ‘¿sabes qué?, no me importa tu familia, yo quiero mi dinero y mi dinero es mi dinero’… Yo por la necesidad, como dicen: ‘si quieres comer tienes que trabajar”, narró.
Después de matarla le pagaron 2 mil pesos, además de la droga que ya había consumido para poder hacer el trabajo.
“Le corté el cuello con un alambre, le puse un alambre y poco a poco lo iba retorciendo… ya era cuando yo empezaba a querer agarrar dinero, yo miraba a la gente con dinero, con trocas y yo decía ‘tengo que ser alguien’. Y cuando ya empecé a trabajar en eso empezamos a decapitar, a secuestrar, a matar y ya al paso de los días, de los meses, me daba adrenalina”, confesó.
El niño que el cártel había encontrado aquella mañana de sábado en una secundaría de la ciudad ya se había convertido en un alguien al que solamente le interesaba ganar dinero.
“Como dicen ‘cuando se te acaba tu madre se acaba todo’, yo ya quería ser algo en la vida, que no me miraran bajo. Les llevaba dinero a la casa, pero me corrían. Yo pensaba sacar a mi familia adelante, siempre pensaba en mi familia”, narró mientras tallaba sus manos en sus piernas.
A los pocos meses, Ángel ya tenía su propio comando conformado por 12 jóvenes de los 17 a los 20 años, los cuales él mismo reclutó.
“Cuando yo agarro mi propio comando, me dijeron ‘éstas son tus armas, éste es tu comando, estos son tus muchachos y con éstos vas a limpiar’; fue cuando empecé a crecer. A unos los usaba para cuidar y a otros los reclutaba conmigo para trabajar. Yo ya mandaba en ciertas áreas”, comentó.
Él ya ganaba 10 mil pesos por cada trabajo que le encargaban y les repartía de mil a 2 mil pesos a los jóvenes que trabajan con él, ya que era a quienes mandaba a hacer los trabajos.
“Cuando nosotros levantamos a alguien, el trabajo era desaparecerlo, decapitarlo, cortarlo en pedazos y enterrarlo… lo que él –el jefe– me mandaba hacer yo lo mandaba hacer; me decía ‘tienes que hacerle esto’, hacer ciertas cosas”, explicó.
En 2012, Ángel ya tenía su propia tienda de droga y comandaba a un grupo de jóvenes, pero únicamente tenía 15 años de edad.
Todo lo que ganaba se lo gastaba en bares junto a los jóvenes que trabajaban con él y a quienes les pagaba de mil a mil 500 pesos para que trabajaran como vigilantes y le reportaran lo que hacían en ciertos puntos de la ciudad los agentes ministeriales, los medios de comunicación y la propia gente que se acercaba a los homicidios o a las mantas que ponían en la ciudad.
“Para nosotros que nos mirara la gente era que nos respetaban, llegábamos, bajaba a mis hombres y ponían las mantas. Cuando yo miraba riesgo dejaba a mis hombres ahí a mirar a la gente que se acercaba. A veces seguíamos a las familias que se acercaban hasta que llegaban a su casa. Yo metía a uno de ellos a la bola y si veía a alguien con mucho interés, hasta una foto les tomaba y los seguía a su casa”, externó.
“Llorando por dentro”, porque le daba pena llorar, Ángel aseguró que nunca mató a nadie inocente, ya que los jefes de su cártel siempre les decían a quién levantaran y luego asesinaran, y era porque tenían cuentas pendientes con ellos.
Cuando dejaban cuerpos o mantas en la vía pública, “mientras llegara el Canal 44 de Juarez, nosotros teníamos que encargarnos de que saliera eso –en los medios de comunicación– para que los demás cárteles vieran quién tenía el mando”.
Matar a uno de sus informantes es el acto que recuerda con más tristeza, porque en él veía reflejada su propia vida.
“Nos contaba que él tenía dinero, que él tenía droga y cuando me mandan a matarlo me dicen ‘¿sabes qué?, tienes que ir a sacarlo, le vas a mochar los 10 dedos que tiene y me los vas a entregar’; cuando yo llego con esa persona y entro, su casa estaba de madera y a su abuela la tenía en un rincón, su casa era como de cartón”, narró mientras se encorvaba en la silla recordando a quien fue su amigo.
Matar a un niño era castigado
Ángel calcula que llegó a matar a 50 personas, “hombres, mujeres, menores de edad… Mi trabajo era mi trabajo, pero yo con las familias nunca me metí. A nosotros nos llamaban, nos daban las fotos, llegábamos al lugar y me llevaba a la persona que iba a matar, pero nunca me metí con la familia, yo veía la foto y ya sabía por quién iba”.
Dijo que matar a un niño era castigado con 50 tablazos, al igual que las faltas cometidas que no le agradaban a su jefe.
“Una vez saqué una pila de un carro, llegó este hombre y me dijo que no por ser alguien grande iba a hacer lo que yo quisiera, y me golpearon hasta que pudieron, eran 12 hombres los que me golpearon con una tabla. Cuando me tenían destrozado en el piso escuché que le decían ‘mátalo’, pero me dieron otra oportunidad”, platicó el adolescente.
Sin sus padres y lejos de su abuela, a Ángel cada vez le provocaba más adrenalina el delinquir, hasta que comenzó a sufrir por la vida que tenía.
“Con el tiempo eso te cansa. Yo ya miraba a la gente que me decía que me iba a morir, yo ya ni dormía, yo despierto y dormido tenía miedo, ya no confiaba ni en mis hombres, yo ya dormía con mi arma debajo de mi almohada, tenía más de 30 candados en una puerta, dormía con armamento a un lado de mí y dormía una hora, 15 o 20 minutos y volvía a despertar”, recordó.
A los 15 años el adolescente ya había probado la cocaína, la mariguana, el cristal y las tachas.
“Una de las veces llegué con mi abuela demasiado cocaíno, y demasiado loco le puse el arma en la cabeza y me dijo que eso ya no estaba bien. Y yo llorando le decía ‘abuela, yo ya no puedo con todo esto, yo ya no sé qué hacer con mi vida’, le decía que me ayudara a salir de todo eso porque yo ya no podía más”.
Hasta que un día decidió matar a su jefe, quien le dijo que se iría a trabajar al centro del país o lo mataría.
“Lo traicioné. Le puse el arma en la frente y sin piedad lo maté… entonces sentí que ya era libre, porque antes él me ordenaba a mí todo lo que yo tenía que hacer”, comentó.
Un día encontró a Dios
Después de matar a su jefe huyó de la ciudad con sus hermanitos y su abuela, pero en el sur del país alguien lo denunció a las autoridades.
“Una señora que me vio le habló a la Policía y yo lo que hice fue que decidí entrar a una iglesia, cuando estaba en pleno culto. Recuerdo que llegué y me senté en medio de toda la gente, dije ‘aquí no me van a sacar, si me quieren matar van a matar a todos y nos vamos a morir todos’. Yo con el temor que tenía, con todo lo que yo sentía pensaba que si entraban por mí nos morimos todos y ahí se acababa todo”, confesó.
Ese fue el día que el niño que fue reclutado en una secundaria un sábado por la mañana en esta frontera, se encontró con Dios.
Cuando terminó el culto, el pastor se acercó y le dijo que no le importaba quién era, que lo quería ayudar.
“Y yo me quedaba pensando, lo miraba y decía cómo que me quiere ayudar si ni me conoce, no sabe quién soy, pero empezó a quitarme la ropa y me dijo que me cambiara”.
A los 15 minutos llegó a la iglesia la Policía Federal y los agentes lo interceptaron directamente a él, se le hicieron bola y lo golpearon.
Fue acusado de narcomenudista, sicario y secuestrador, por lo que fue internado en el Tribunal para Menores de aquel lugar, donde al ingresar lo quisieron matar.
“Yo sabía que no estaba bien, pero lo que me alentaba era que el pastor siempre andaba para todos lados peleando por mí y yo decía ‘¿por qué?, si no es nada mío, yo no lo conozco’, pero él siempre llegaba y me daba palabras de aliento, me decía ‘Cristo te ama, échale fuerzas, todo lo puedes en Cristo. Dios te ama”, recordó.
Mientras Ángel estaba en un Tribunal para Menores en el sur del país, en Juárez le seguían achacando muertes y casas quemadas, “pero la autoridad sabe cómo se mueve todo, sabe quién trabaja, quién no trabaja” y sabían que él estaba allá.
El juez le decía que tenía cara de maldito, pero que no creía que él hubiera hecho todo lo que decía la Policía Federal, hasta que un día lo dejaron en libertad.
El pastor siempre continúo ahí “y fue cuando yo decidí dejar todo, drogas y todo. Yo no conocía los albergues, yo no conocía nada… y él me mandó a un albergue con otro pastor, le dije que yo quería cambiar, yo ya estaba desesperado, ya no quería nada de lo que viví”.
“Cuando me acerqué a Dios mi vida cambió, sí batallé, porque salir de ello es muy pesado, un día vi toda mi vida como una película, recordé los 15 o 20 minutos que tuve felices con mi madre de niño y me decidí a dejar los vicios y todo esto, sólo pensé en Dios”, dijo, mientras sostenía nuevamente la mirada con más confianza.
“Ya lo único que le pido a Dios es que me cuide a mí y a mi familia, que me deje seguir mis sueños, sacar adelante lo que no pude, mis estudios; mi sueño es ser alguien en la vida, no pasar lo que ya pasé. Yo quiero terminar mi carrera, tener mi familia, tener mis hijos, quiero salir adelante, tener un negocio, con seguridad”, anheló.
Dice que cuando recuerda todo lo que hizo le dan ganas de llorar y no entiende cómo pudo lastimar a su propia familia, por lo que ahora trata de vivir la infancia que no vivió junto a sus padres y la adolescencia que no disfrutó como el resto de sus compañeros de escuela.
“La verdad me da vergüenza llorar, pero pienso qué miserable fui.. Pero ahora quiero vivir las cosas que no viví, me gusta hacer lo que no hice de niño, toda mi niñez fue pura violencia, fue mirar violencia, mirar muertes, mirar torturas, mirar secuestros, mirar levantones”, lamentó.
Después de crecer entre la violencia y de luego ser parte de ella, Ángel siente que Dios le dio la oportunidad de salir adelante para rescatar a otros jóvenes e impedir que vivan lo que él vivió.
Por ello, cuando ve a un joven alerta, “paniqueado”, cuidándose de las demás personas, “siempre con el miedo encima, con el miedo entre los pies”, se acuerda de cómo él andaba y trata de aconsejarlos y acercarlos a Dios.
Ángel cree que ya no tiene enemigos y se siente dichoso porque fue uno entre muchos que Dios eligió para que ayude a otros a encontrar su camino.
“Y si un día de estos llego a morirme, sé que este mensaje le va a llegar a alguno de esos jóvenes, a quienes les digo que si no quieren perder a su madre no se metan en eso, que piensen siempre en su madre, no se van a perder sólo ellos, también la van a perder a ella… yo ya no tenía mamá y cuando ya no tienes madre ya nada importa, pero que ellos piensen en su madre”, subrayó.
“Los jóvenes no saben todo lo que yo viví, por eso les digo que no se metan en eso… yo ya dejé eso atrás, ahora quisiera tener una familia, hijos y que vivamos felices…”